Cartas. Ahora en desuso, antes un instrumento que, según el uso, podía causar toda clase de efectos. Amor, desamor, amenazas, muerte… Cartearse con alguien era algo de lo más bonito que le podía pasar a uno. Y si era con su musa, ya era el remate. Como hace Kike G. Bravo en estas Cartas entre mi musa y yo.
Cartearse con alguien. Un acto ahora en desuso, en una era en la que los correos electrónicos y los servicios de mensajería instantánea han acabado con la magia del papel, con la incertidumbre de la llegada de las noticias de alguien querido y amado. Ahora todo es inmediatez, todo es más hueco, más artificial. Los sentimientos se venden al peso y la comunicación ha perdido mucho de ese halo mágico que siempre tuvo.
Lo que hace Kike G. Bravo en Cartas entre mi musa y yo es recordarnos ese bello ejercicio que era escribir cartas a otra persona para contarle cualquier cosa: el primer amor, la primera salida juntos, el nacimiento o deceso de un familiar… Cartas que eran escritas con enorme amor, hasta con pasión incluso, y cuyo envío y recepción suponían todo un acontecimiento.
¿A quién escribe él? A su musa. ¿Y qué le cuenta? La vida, su vida. Lo que ve, lo que siente, lo que padece; también lo que se imagina, lo que debería ser y no es, aquello que añora. Cartas en las que la realidad tiene tanto peso como la irrealidad, ese mundo suyo tan íntimo y personal.
Una realidad que, llegado el momento, puede tomar un protagonismo que no tiene e intervenir en la relación a su antojo. Y cuando la realidad entra en escena, nada está seguro y todo está en peligro. Incluso hasta la relación del propio autor con su musa; esa a la que ella le llama «mi niño de letras».